Llegó a la bahía hace algunos años en un barco casi hundido. Rozaba el desvanecimiento. Lucía bellas ropas, ahora inapropiadas, que dejaban ver de dónde venía, y caminaba de forma pausada y esforzada, a modo de costalero deseando cumplir, por fin, penitencia.
Me lo contaban hace unos días los lugareños, siempre con la retranca de la tierra, a pesar de que ellos también lo habían escuchado de otras bocas a lo largo de los años.
Nunca la vieron. Ni ellos, ni nadie... o casi nadie...
Tras desembarcar, se llevó muchos días rondando por el puerto. Los marineros tejían sus redes cada tarde y siempre tras una buena cuchara caliente, medicina contra todos los “mares”.
Sus caras. Morenas y marcadas por el mar, por la vejez – en unos más que en otros -, por envejecer en el mar, por aquella ola y por aquellas noches en vela recostados en la mecedora de la fuerte marejada.
Aquellas mismas caras y aquellos corazones tejidos durante años nudo a nudo, con tela de lona de las velas de un pesquero, se estremecieron a su paso como nunca lo habían hecho ante una tormenta o al ver la muerte cara a cara, con cresta blanca y siete metros de altura, demasiado poderosa para necesitar guadaña.
Pasaron los días en el puerto. Ella seguía vagando y muchos hombres no salieron a faenar en todo ese tiempo. Muchos de ellos no volverían a hacerlo nunca.
Ella no comprendía lo que pasaba. Paseaba una y otra vez los mismos muelles y nadie la miraba, solamente se incomodaban a su paso y día tras día había cada vez menos gente.
Cuando aquello comenzó a parecerse a una flota fantasma de barcos inocentes, buscando éstos una corriente fugitiva que les alejase de tierra, ella decidió poner rumbo a la ciudad. Allí podría estar con gente, recordar así por qué había ido a parar allí y sobre todo vivir, aunque ese no era su problema...
...
Cuando llegó a la plaza todo enrareció. Los vendedores tiraban el pescado y huían entre voces que, por momentos, podían confundirse con lamentos. Los paseantes procuraban esconderse allí donde se veía una puerta abierta, puesto que todas se cerraban inesperadamente a cal y canto. Pero nadie la veía. Eso intuyó ella. Todos improvisaban miradas y actitudes entre ellos durante la locura, o lo que ella pensaba que era locura, pero nadie demostraba ningún tipo de atención hacia ella. De alguna forma la sentían o presentían pero la ignoraban, o mejor dicho, no la ignoraban, reaccionaban a ella con extraordinario pavor. No entendía por qué y seguía sin recordar.
Siguió por callejas, subiendo y bajando la ciudad vieja y al doblar cada esquina, su aparición era como un toque de queda en una ciudad sitiada. El sonido de las puertas cerrándose martilleaba sus oídos y sufría cada vez más, aunque de alguna forma, también le hacía más fuerte. No podía soportarlo, tenía que salir de allí, no comprendía nada. Sus propios sentimientos eran contradictorios.
...
Continuó caminando muchos días junto al mar, rodeada por parajes inimaginables de acantilados y destellos de olas que rompían contra pilares “percebeiros” y que renacían de nuevo, segundos después, allá a lo lejos, bajo el cielo vivo y gris, para volver a morir repetidamente. No dormía. Tenía miedo de hacerlo y perderse otra vez.
Cerca de allí tenía una choza un pescador. El día estaba encapotado y amenazaba tormenta. Todavía temprano, un niño dormía junto a él.
El pescador salió. Le gustaba sentir el aire en la frente en esos días; recordaba así las viejas jornadas en su barco, el que perdió tiempo atrás, yendo él a parar con la marea a una cala cercana, y dejando tras de sí una estela de vidas sin vida. Alguien le contó una vez que los restos del barco fueron trasladados a un puerto no muy lejano.
Volvió la vista para divisar los dominios del viento y por el camino la vio llegar. Él sí que la vio. Y le habló:
- He oído hablar de ti... antes del naufragio...
Ella se sobrecogió. Miró a su alrededor y comprobó que no había nadie más excepto ella y las pálidas huellas que dejaba tras de si. Al fin alguien podía verla, al fin alguien con quien hablar y empezar a recordar. Su cara se llenó de luz...
- ¡¡Ayúdame!!, dime quién soy, te lo ruego. ¿De dónde vengo?
Él sonrió resabiado...
- Siempre tan hija de puta. Intentas engañarme, ¿verdad?. Sé muy bien quién eres, no intentes esconderte, lo presiento...
La cara de ella oscureció de pronto. Se vio sorprendida y al oír aquello dejó repentinamente de sentir. Su corazón se quedó vacío y en ese momento comprendió todo y empezó a recordar.
Antes de llegar a asumirlo tuvo tiempo de encaramarse al acantilado y entregarse al vacío y luego al mar rocoso que se partía en pedazos allá en el fondo, ante los ojos atónitos del pescador.
...
El niño se despertó y preguntó:
- ¿Con quién hablabas?
- Con nadie rapaz. No era nadie...
El pescador pasó el día con el niño. Intentó contarle y enseñarle todo lo que el día dio de si. Quiso transmitirle todo lo que sabía y a la vez disfrutar de él y con él. Al final del día el niño cayó rendido y se durmió como si nada hubiese pasado o fuese a pasar.
Con el niño cerca de él y a la luz de un pequeño candil, el pescador abrió un viejo cuaderno, secuela de sus días embarcado, y empezó a escribir:
“Por lo general, la muerte se enfrenta con uno cara a cara y con todas sus armas en lo que podemos llamar un lance de honor. Te enfrentas a ella o mueres. Pero perdemos de todas formas porque cuando uno vence ese lance, después de la batalla, ella se queda confundida, aturdida, y amanece distraída en algún otro lugar, inconsciente de si misma.
Y a esa muerte ya no te puedes enfrentar, porque siempre llega por sorpresa. Hoy estuvo aquí y al saber quién era se tiró al mar y el mar la devolverá en alguna otra parte porque el mar es la vida y siempre devuelve lo que no le pertenece.”
Y se quedó dormido.
Al día siguiente despertó, al abrir los ojos deseó fervientemente ver el nuevo día, fue a la orilla y se mojó la cara con agua salada. Y de esta forma, feliz, fue corriendo a despertar a su niño...
...nunca despertó.
Se abrazó a él y lloró amargamente mucho tiempo. Luego, con las pocas fuerzas que le quedaban llevó el niño en brazos hasta la orilla y dejó reposar su cuerpo tendido en la arena. Esperó hasta que la marea fue subiendo y llevándose el cuerpo sin vida del niño mar adentro. Aquella noche volvió a escribir:
“Ayer estuvo aquí. Siempre que viene por sorpresa, tan distraída, nos demuestra fielmente lo injusta que es por naturaleza y de esta forma se lleva a quien no se tiene que llevar. La suerte no quiso jugar esta vez.”
Pasó su vida en la orilla esperando. Le confió su niño al mar, aguardando la alianza de la vida y la suerte y que así, el mar, se lo devolviese algún día, porque “siempre devuelve lo que no le pertenece”...
... pero algo, o alguien, había caído antes al mar y eso fue lo único que el mar le devolvió mientras esperaba.
Un letal temporal en la noche le arrancó el soplo de vida que le quedaba. Intentó salvar sus pequeñas posesiones, aquellas que le podían hacer más llevadero el paso del tiempo sin su niño correteando por la playa. Pero no pudo...
... un golpe de mar segó su vida antes de que su vida pudiera recuperar ningún valor. Porque para él, ya no lo tenía.
Un letal temporal en la noche le arrancó el soplo de vida que le quedaba. Intentó salvar sus pequeñas posesiones, aquellas que le podían hacer más llevadero el paso del tiempo sin su niño correteando por la playa. Pero no pudo...
... un golpe de mar segó su vida antes de que su vida pudiera recuperar ningún valor. Porque para él, ya no lo tenía.
... y fue la única forma de la que el mar, sabio, pudo acercarle de nuevo a su niño. Y aquel viejo cuaderno flota en alguna parte. Y en él, nadie volvió a escribir jamás...
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